En una columna pasada, titulada “El retorno del fascismo de mercado”, situábamos la grave conflictividad desatada en Suramérica y la decisión de las élites regionales de abandonar las formas democráticas para sostener sus niveles de renta en un contexto de conflicto internacional y estancamiento del comercio global. Al igual que en las décadas del ‘30 y del ‘70, un crack a escala planetaria, como el ocurrido en el 2008, provoca una virulenta reacción de los agentes económicos poderosos para asegurarse el control del Estado y descargar las consecuencias del proceso crítico sobre el pueblo, situación reñida con el sostenimiento de formas democráticas y constitucionales.

Intentaremos, en esta columna, echar una mirada sobre el otro actor en juego, que tiende a respaldar el comportamiento de las élites en defensa de sus fuentes de renta: la política de los Estados Unidos hacia nuestro continente.

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos han ensayado diversas iniciativas comunes hacia Suramérica. Es recordada la Alianza para el Progreso de fines los ’50, que buscaba apropiarse de los mercados internos de nuestros países y forzar estrategias de desarrollo que sirvieran de dique de contención a los avances comunistas; luego, el Consenso de Washington al final de la Guerra Fría, que proponía ordenar el continente para recibir un flujo financiero y comercial de capitales resultante del nuevo mundo surgido tras la caída del Muro, que condensaba desregulación interna, apertura externa y privatización de activos públicos; por último, la creación de un área de libre comercio (ALCA), cuyo objetivo era apropiar la creciente capacidad de compra internacional de la región en el marco de la suba de los precios de los productos exportables, y que fue rechazada de plano en el encuentro de Mar del Plata en el 2005 dando, no obstante, lugar a la celebración de numerosos tratados de libre comercio (TLC) entre algunos países y los EE.UU.

En todas estas políticas estratégicas hacia Suramérica, el país norteamericano siempre acompañó sus pretensiones hegemónicas de incentivos que facilitaran su aceptación en nuestras naciones. La Alianza para el Progreso implicaba un fuerte desembarco de inversiones que expandían la capacidad productiva instalada, y, tanto el Consenso de Washington como el ALCA ofertaban insertarse en una potente corriente de expansión del comercio internacional con los beneficios derivados de dicho intercambio. En el presente, los Estados Unidos no ofrecen ningún elemento que haga digerible el modelo de sumisión que le proponen a Suramérica sino que, por el contrario, apelan crecientemente a imponerlo por la fuerza. No se avizora un fuerte flujo de inversiones de carácter productivo y modernizador, ni tampoco un intercambio creciente que permita expandir las economías por el lado del sector externo.

El cuadro que sigue muestra que Suramérica representa apenas el 4,7% del intercambio total del país del norte, con una balanza deficitaria total de U$S 15.935 millones. En el marco de las endurecidas políticas proteccionistas llevadas adelante por la gestión de Donald Trump, difícilmente el aumento de la participación en el comercio norteamericano y el cierre de dicho desequilibrio pueda producirse.

Estos números evidencian el grave conflicto desencadenado sobre nuestro continente. Se fuerza el desalojo de la presencia de China, segunda economía planetaria, y de otras naciones relevantes sin compensación de dichas pérdidas. Condenan a Suramérica a orbitar en una esfera de influencia que carece de horizonte expansivo en el intercambio y en las inversiones.

Estados Unidos encorseta a Suramérica a su propio límite geoestratégico apoyándose en élites miopes y segregacionistas, sin alternativa visible. Este planteo sólo puede darse en el marco de una ruptura de las formas constitucionales y de una violencia política creciente. Las naciones de esta región, sin poder definir autónomamente sus políticas de comercio e inversiones externas, son prisioneras de una potencia en declive que no oferta plan de desarrollo.

La inviabilidad de este esquema, a un plazo más mediato, se ancla en la reconversión del continente en economías primarias exportadoras cuyas producciones concluirán, en muchos casos, compitiendo con la propia potencia hegemónica. Sin desarrollo industrial e inversiones, Suramérica nunca podrá adoptar formas complementarias con la economía estadounidense.