En tiempos tumultuosos y pugnaces como los actuales resulta pertinente rescatar y valorar la diplomacia, y para eso se requieren ciertas precisiones. Por ejemplo, hay que destacar que la política exterior y la diplomacia están interrelacionadas, pero no son sinónimos.
La política exterior remite a las decisiones y medidas que adopta un gobierno en el frente internacional y que resultan del establecimiento de objetivos y de una estrategia para alcanzarlos. La diplomacia es un instrumento que articula la política externa. Así, la política exterior apunta a un fin y es pública; la diplomacia es un medio donde predomina la discreción.
Asimismo, la diplomacia es una práctica y un arte. La aptitud para la negociación, la adaptación a contextos cambiantes, el reconocimiento de entornos multiculturales y la trascendencia de la cooperación son esenciales. Además, la diplomacia refleja la imagen y reputación de un país. Esto es, cómo quiere ser visto: ¿confiable?, ¿creíble?, ¿amigable?, ¿pacífico? Las señales que emiten los funcionarios–de la Presidencia y la Cancillería, en especial–inciden en la percepción de las contra-partes estatales y las respuestas de éstos.
La diplomacia, igualmente, se sustenta en lo que se denomina el rol nacional de la política exterior (National Role Conception of Foreign Policy). Por eso es clave la misión que se fija un gobierno: el tipo de relación con los otros, la continuidad en el tiempo de los principales lineamientos internacionales, la claridad de los intereses nacionales perseguidos, el estilo de comunicación, entre otros.
En consecuencia, son relevantes los rasgos de la psicología individual de los tomadores de decisiones, así como la profesionalidad del personal del servicio exterior y el ambiente en el que se desarrolla la diplomacia.
Finalmente, la diplomacia tiene “reglas de oro”. Una de ellas, vital para países de la periferia, es no “importar” conflictos internacionales ajenos que, a su vez, generen una turbulencia para la vecindad más cercana; todo lo cual afecta seriamente los intereses nacionales.
En un texto clásico sobre la diplomacia, el prestigioso Hans Morgenthau nos recuerda su centralidad como “elemento del poder nacional” que obliga a que se evite el trazado de “unos objetivos que su poder no le permite alcanzar”. Para él, “la valoración equivocada del poder de otras naciones bien sea sobredimensionándolo o subestimando, puede ser igual de fatal”. Por esto es indispensable “comparar sus propios objetivos y los de otras naciones”. Como en el ajedrez, en la diplomacia las negras también juegan.
Además, hace dos advertencias. La primera: “un diplomático cuya máxima preocupación es conseguir la aprobación de su superior normalmente solo es capaz de informar sobre lo que su superior desea oír”. La segunda: “La mentalidad de cruzado no sabe nada sobre compromiso ni de persuasión…El fanatismo moralista que ha sido inyectado en la dirección de la política exterior pone en peligro los intereses nacionales”.
Mencioné en diciembre que, en política exterior, Javier Milei enunció una combinación de hiper-occidentalismo, anti-comunismo, gestos combativos, desdén por el multilateralismo, acciones unilaterales, desinterés en lo regional, desestimación del cambio climático, y confianza total en el libre mercado. Es decir, una reorientación drástica e ideológica.
En el primer mes de gestión–tiempo insuficiente para evaluar una política exterior–parece esbozarse una especie de adhesión a dos doctrinas: por un lado, la que llamaría doctrina Sinatra y por el otro, una singular versión, desde la vulnerabilidad, de la doctrina Roosevelt.
La primera remite al título de la famosa canción de Frank Sinatra, “A mi manera”. La adhesión a esta doctrina se ve en el rechazo a aceptar el ingreso a los BRICS, por ejemplo. Se planteó en un tweet, sin que se explicitara un análisis costo-beneficio al respecto.
A su turno, se modificó la postura en las votaciones en la ONU respecto a la guerra Hamas-Israel sin que se conociera el razonamiento y todavía está pendiente el anuncio de campaña sobre trasladar nuestra embajada de Tel Aviv a Jerusalén.
Adicionalmente, se anunció la donación de helicópteros a Ucrania sin argumentar cuál sería la ventaja de ello. Además, al parecer, sorpresivamente, no se designarán embajadores—ni siquiera de carrera—en algunos países de América Latina. Exponer argumentos en cuestiones trascendentales de política exterior es crucial para la transparencia de la diplomacia pública, tanto interna como externamente.
La segunda, la doctrina Roosevelt, se refiere a la política del gran garrote (Big Stick) del expresidente de Estados Unidos, quien en 1900 siendo gobernador del Estado de New York, acuñó la expresión, “hablar suave y llevar un gran garrote”.
Como mandatario, Roosevelt desplegó la política del big stick en las intervenciones en Latinoamérica. La Argentina de hoy como se sabe, y en especial en su relación con Brasil y China, no posee un gran garrote. De ahí la inconveniencia de recurrir a un lenguaje injurioso y aleccionador frente a Brasilia y Beijing. Moderación y pragmatismo por sobre desenfreno e ideologismo serían bienvenidos.
La diplomacia es un recurso indispensable del Estado para manejar las relaciones con semejantes, diferentes, distantes, y sí, con indeseables; algo elemental de una política exterior realista. Siempre es bueno recordar lo que Pepe Paradiso nos enseñó sobre el valor de la diplomacia.
https://www.clarin.com/opinion/diplomacia-evitar-doctrinas-sinatra-roosvelt_0_pEdAeKZj5a.html