El concepto de hegemonía en las relaciones internacionales remite a la capacidad de un Estado de combinar sus diversos atributos de poder para, mediante la persuasión y la coerción, asegurar su predominio ya sea en el plano regional como a nivel mundial. La clave del liderazgo efectivo radica en la aptitud de dicho Estado y su élite dirigente para lograr influencia y consentimiento, sin recurrir a la amenaza y al uso de la fuerza de manera habitual. Si un Estado, para garantizar el seguimiento, el acatamiento o la obediencia de otros, emplea de modo recurrente o persistente la coacción, entonces lo que ello revela es su afán de dominación en vez de la dimensión de su hegemonía. El hegemón logra conducir; el dominador ambiciona sojuzgar. El hegemón despliega preferentemente su soft power más que su hard power; el dominador utiliza regularmente el hard power a su disposición. Sin embargo, ello no implica que el hegemón abandona el recurso al intervencionismo esporádico; solo que si se consolida dicha práctica entonces eso refleja la erosión o el cuestionamiento de su ejercicio hegemónico.
Ya antes de la Segunda Guerra Mundial, y aún más después de la misma, la hegemonía de Estados Unidos en América Latina y el Caribe fue notable. Resultaba evidente que Washington podía (y pudo) reafirmar su esfera de influencia en el área; esto es, ejercer de modo preponderante un control político, económico, cultural y militar. La Posguerra Fría pareció que iba a facilitar el reaseguro de la hegemonía estadounidense en la región. No obstante, aún antes de los atentados del 11 de septiembre de 2001, y con más fuerza después y por distintos motivos globales y continentales, se hizo evidente el paulatino debilitamiento, tanto de la capacidad como de la voluntad y la oportunidad, de Washington para preservar su esfera de influencia histórica. Gradualmente fue perdiendo su predominio económico en América del Sur (que sigue detentando en México, América Central y el Caribe), deteriorando su influjo político en tanto “faro de la democracia” para el mundo y la región, y disminuyendo su atractivo cultural ante el avance de la diplomacia y la para-diplomacia de actores extra-regionales con recursos concretos. La proyección latinoamericana y caribeña de poder de países como China ha sido básicamente económica (comercio, inversiones, ayuda) así Washington insista en las intenciones “malignas” de Beijing.
La primera presidencia de Donald Trump fue un esbozo parcial de intento restaurador de aquella sphere of influence. Procuró reversar los avances hechos por la administración de Barack Obama respecto a las relaciones con Cuba; renegoció un nuevo tratado comercial con México y Canadá; ordenó la deportación de muchos migrantes latinoamericanos y caribeños; reforzó la frontera sur de Estados Unidos; persiguió, con distintos medios, el derrumbe del gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela; impuso aranceles a ciertas naciones de la región; auxilió a la Argentina, vía el Fondo Monetario Internacional, para que el país recibiera el crédito más grande en la historia del banco; no asistió a la Cumbre de las Américas realizada en Perú; y no tuvo ninguna visita oficial y bilateral a alguna nación de América Latina y el Caribe. En este último sentido, Trump fue el único presidente desde Franklin D. Roosevelt que no viajó en visita de Estado a países de la región.
El segundo mandato de Trump parece ir más allá del bosquejo del primer cuatrienio. Como señalé recientemente en una nota en Cenital, finalizada la Guerra Fría, y con más intensidad a raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos se propuso poner en marcha una gran estrategia distinta a la exhibida durante el período de la disputa Estados Unidos-Unión Soviética: la primacía, entendida como el hecho de que Washington no iba a tolerar la existencia de un poder de igual talla. George W. Bush, Barack Obama, Donald Trump I y Joe Biden no alteraron esa grand strategy; la cual tuvo como elemento común y central, pese a tratarse de diferentes gobiernos republicanos y demócratas, el uso de la fuerza. Un informe del Congressional Research Service sobre “Instances of Use of United States Armed Forces Abroad, 1798-2023” es elocuente: enumera en 3 páginas las diversas operaciones militares realizadas entre 1945 y 1990 y le dedica 38 páginas a las efectuadas desde 1991 hasta 2023.
Bajo ese marco, Trump II es consciente de los notorios cambios de la política mundial, del auge incuestionable de China, de los costos de involucrar al país en “guerras perpetuas”, y de la erosión de la base doméstica de Estados Unidos; lo cual hace difícil, sino imposible, implementar una gran estrategia tan ambiciosa y exigente como la primacía. Washington ya no puede moldear el sistema internacional a su antojo. En ese sentido, la recuperación de América Latina y el Caribe en tanto “America’s Backyard” resulta muy importante. El área es un caso testigo de la capacidad de Washington de disciplinar su proverbial esfera de influencia. Ahora bien, no parece haber en este contexto la presunción de restablecer una nueva hegemonía.
El anuncio así como el despliegue de “garrotes” contra la región es notable por su cantidad, intensidad y variedad. Los ejemplos abundan: la insistencia en reivindicar como propio el Canal de Panamá que pertenece a Panamá desde los tratados Torrijos-Carter de 1977; la deportación masiva de migrantes; la imposición extendida de aranceles; el involucramiento en el ámbito judicial de la Argentina (Cristina Kirchner), Colombia (Álvaro Uribe) y Brasil (Jair Bolsonaro), así como la aplicación de sanciones a presidentes en ejercicio en Colombia (Gustavo Petro) y Venezuela (Nicolás Maduro), así como a un magistrado del Supremo Tribunal Federal de Brasil (Alexandre de Moraes); las amenazas a Colombia y México en materia de drogas y acerca de eventuales acciones de fuerza; la ejecución extra-judicial de más de 80 lancheros en el Caribe (y también en el Pacífico) designados como presuntos narco-terroristas; la incorporación de El Salvador, Guyana y Trinidad y Tobago (eventualmente, se podrían sumar otros) al cerco militar en torno a Venezuela; la autorización de labores clandestinas de la CIA en Venezuela—algo que en la Guerra Fría contribuyó al “cambio de régimen” a lo largo y ancho de la región–; la colocación de un impuesto del 1% a las remesas a determinados países (en 2024 las remesas a naciones de la región fueron de unos US$ 161.000 millones de dólares); la anulación de la norma (del gobierno de Biden) que apuntaba a que las armas ligeras no llegaran a manos de grupos criminales en el área; la restricción de ingreso a nacionales de Haití, Cuba y Venezuela; entre otros. Indudablemente, en este contexto, la “zanahoria” del SWAP otorgado a la Argentina en medio de un proceso electoral, constituye una excepción.
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Ahora bien, este impulso fundamentalmente coercitivo, en aras de ensayar la dominación de América Latina y el Caribe, podría tener una rúbrica conceptual y estratégica en breve. Se trata de la Estrategia de Defensa Nacional (EDN) que está en mora de publicarse desde hace semanas. Versiones preliminares indicaban que Latinoamérica y el Caribe tendrían un lugar prominente, mucho mayor que en estrategias previas. Se trataría de una “top priority” vinculada a la “protección de la seguridad nacional” estadounidense. Según un autor, la EDN versa sobre “un manifiesto para la era de America First”. A pesar del maltrato recibido hasta la fecha, la región aparecería como el “baluarte defensivo” de Washington. La principal amenaza será, como viene ocurriendo, China, al tiempo que, lógicamente, la prioridad es la seguridad de Estados Unidos. La novedad sería que, junto a esto último, estaría la protección del “Western Hemisphere”.
El propósito, en consecuencia, es contener, y eventualmente revertir, la influencia china en el “patrio trasero” que se autoasigna Estados Unidos. Para algunos estamos asistiendo a una “pivot strategy” para Latinoamérica y el Caribe. Para otros se impone un “Hemisferio Primero” en la nueva Estrategia de Defensa Nacional. Sea lo que fuere estaríamos ante una novedad significativa en las relaciones interamericanas.
En breve, si finalmente el lugar de la región es realmente destacado y crucial en la primera EDN del segundo Trump, entonces lo que hemos visto es apenas el inicio de un proyecto restaurador de la esfera de influencia de Estados Unidos en América Latina y el Caribe al precio que ello demande: no tiene tintes de ser un esfuerzo para cimentar una pasada hegemonía, sino de imponer una indisputada dominación. Una aspiración inmoderada, por cierto.

