In this photo provided by the Luhansk region military administration, damaged residential buildings are seen in Lysychansk, Luhansk region, Ukraine, early Sunday, July 3, 2022. Russian forces pounded the city of Lysychansk and its surroundings in an all-out attempt to seize the last stronghold of resistance in eastern Ukraine's Luhansk province, the governor said Saturday. A presidential adviser said its fate would be decided within the next two days. (Luhansk region military administration via AP)

2022 comenzó con un cierto alivio. Por un lado, a pesar de que los estragos que realmente causó están por precisarse, la pandemia del Covid-19 parecía debilitarse.

Por otro lado, en enero, los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU: China, Estados Unidos, Francia, Rusia y el Reino Unido que, en conjunto poseen un inventario de 12.270 ojivas nucleares sobre un total de 12.705, se manifestaron contra la proliferación de esas armas y afirmaron que “no se puede ganar una guerra nuclear y que nunca debe librarse”. Sin embargo, según la International Campaign to Abolish Nuclear Weapons, en 2021 y en medio del desastre sanitario generado por el coronavirus, esos cinco países destinaron unos US$ 77.000 millones de dólares para modernizar sus arsenales nucleares.

La invasión de Rusia a Ucrania fue el acontecimiento que cambió el escenario internacional: del relativo alivio de comienzos del año se pasó a la alarma sostenida. De repente se empezó a hablar de una eventual Tercera Guerra Mundial. Tanto el presidente Joe Biden como el Papa Francisco han invocado esa posibilidad. Quiero señalar algunos puntos en relación con esta situación.

En primer lugar, la “nueva” guerra iniciada por Moscú permitió olvidar la “vieja” guerra global contra el terrorismo. Días antes del ataque ruso —el 8 de febrero de 2002— el Watson Institute for International and Public Affairs de la Brown University publicó un informe sobre “Costs of War”.

En dos décadas de la guerra lanzada por Estados Unidos después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, unas 979.000 personas (civiles, personal militar, contratistas privados de seguridad, periodistas, miembros de organizaciones humanitarias) murieron como consecuencia de la violencia directa desatada por esa confrontación irregular y muchos más murieron como resultado de la destrucción de infraestructura, la degradación ambiental y la malnutrición, al tiempo que 38 millones de personas se vieron obligadas al desplazamiento interno y a buscar refugio fuera de sus países.

En segundo lugar, antes de la invasión de Rusia a Ucrania, la carrera armamentista ya era manifiesta. Según al informe de abril del Stockholm International Peace Research Institute los gastos en armas han venido creciendo desde 2015: para 2020 y 2021, dos años de pandemia, se gastaron el record de US$ 4 billones de dólares.

Estados Unidos, China, India, el Reino Unido y Rusia son responsables del 62% de esos gastos. La guerra en Ucrania exacerba esa tendencia. Por ejemplo, el presupuesto de defensa que presentó el presidente Biden es el más alto en la historia de EE.UU.: US$ 813.000 millones de dólares; en días recientes el Senado le sumó US$ 45.000 millones de dólares.

En tercer lugar, el umbral respecto al tema nuclear se está modificando. La decisión de Rusia de colocar en alerta sus fuerzas nucleares una vez invadida Ucrania ha sido un hecho inaudito y perturbador. Justo cuatro días después del ataque ruso, el 28 de febrero, la revista Security Studies publicó una investigación (“Kettles of Hawks: Public Opinion on the Nuclear Taboo and Noncombatant Immunity in the United States, United Kingdom, France, and Israel”) en la que se muestra, con base en encuestas, que en esos países hay una mayoría a favor del uso de armas nucleares cuando ella sean más efectivas que las opciones convencionales.

A su vez, en algunas naciones sin armamento nuclear, la invasión a Ucrania parece ser un ejemplo adicional que justifica procurarlas. Irak nunca las tuvo y fue invadida en 2003. Libia anunció ese mismo año que se disponía a eliminar todos sus programas de armas de destrucción masiva y en 2004 firmó el Protocolo Adicional al Tratado de Proliferación Nuclear. Sin embargo, en 2011 fue objeto de una criticada intervención militar.

Está el caso de la propia Ucrania que, en 1994, firmó el Memorándum de Budapest (Ucrania, Rusia, Estados Unidos, Reino Unido) devolviendo a Moscú 5.000 bombas nucleares, 176 misiles balísticos intercontinentales y 44 bombarderos de gran alcance con capacidad nuclear. Finalmente, países con vecinos con armas nucleares y aquellos que buscan el reconocimiento de su estatus internacional parecen tentados a poseerlas.

Por último, los “puntos calientes” del mundo se agravan. Además de la prolongada guerra ucraniana que tiene notables efectos globales en múltiples campos, hay que señalar los casos de Taiwán, Irán y la ampliación de la OTAN. Rompiendo la tradición de lo que se conoce como “ambigüedad estratégica”, en mayo Biden aseveró que respondería militarmente a un ataque de China a Taiwán; lo cual ha generado una inusitada fricción entre Washington y Beijing. Mientras tanto parece que las negociaciones con Irán en torno al tema nuclear están en peligro de colapsar. Y asimismo habrá que ver qué sucede con la incorporación de nuevos miembros a la OTAN y la reacción de Rusia.

Las tensiones mundiales crecen en medio de una elocuente transición de poder global que, de por sí, alimenta pugnas si no pueden ser moderadas. Ni la ONU ni el G-20 parecen ser hoy los ámbitos para esa moderación.

A ello se agrega el auge de un nacionalismo con visos reaccionarios, un mayor malestar social ante el aumento de la desigualdad, y una crisis económica derivada de la pandemia y de los efectos de la guerra en Ucrania. No hay voces de líderes reputados ni coaliciones ciudadanas activadas en pos de una distensión mundial.

En Occidente, en particular, las sociedades están cada vez más polarizadas al punto tal que en algunos casos se vive una suerte de guerra civil larvada. No parece haber convivencia posible adentro ni coexistencia esperable afuera.

Es como si en amplias capas de la población y entre los principales responsables políticos hubiera un hastío con la paz.

 

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