Estamos asistiendo a una modalidad de guerra distinta a las del pasado remoto y reciente: la guerra en Ucrania es una guerra global cada vez más inquietante.

La invasión de Rusia a Ucrania, violatoria del imperativo principio de derecho internacional que prohíbe el uso de la fuerza, dio comienzo a una guerra militar propiamente dicha. A esta ofensiva la siguió una lucha armada desigual que ha generado miles de muertes y millones de refugiados.

Distintas fuerzas irregulares—antiguamente denominadas mercenarios–provenientes de diferentes países se hicieron presentes en el campo de batalla. Lo que al parecer se pensaba, tanto en Rusia como en Occidente, como un conflicto expeditivo que derivaría, quizás, en una negociación igualmente breve, se prolongó y agravó.

Al ingresar a un conflicto bélico y, más allá de la planificación para el combate, dice Carl von Clausewitz, emerge la “niebla de la guerra” que genera confusión e impredecibilidad. Con la capacidad de resistencia del pueblo ucraniano, la guerra militar es una guerra en Ucrania.

Inmediatamente después del ataque ruso se inició una guerra económica encabezada por Estados Unidos y Europa. La guerra económica no es aun un concepto legal: como indica la Max Planck Encyclopedia of Public International Law, “la guerra económica no es un término específico de derecho internacional y resulta difícil definir ese concepto con precisión”. Sin embargo, son claras las prácticas que utilizan los Estados para implementarla: bloqueos, boicots, sanciones, confiscaciones, las llamadas trade wars, entre otros.

Con el propósito de modificar el comportamiento de Rusia, Occidente lanzó una andanada de sanciones variadas; económicas, comerciales, financieras, individuales. Se buscó forzarla a limitar y eventualmente cesar, su acción militar.

Hasta ahí, el objetivo occidental parecía ser salvar a Ucrania, buscar que ese país no sufriera más y que se frenara la salida de ucranianos hacia las naciones vecinas. La guerra económica era una guerra por Ucrania.

Pero con el pasar de las semanas se ha hecho evidente una tercera forma de guerra; la denominada guerra “por encargo” (proxy war en inglés). Es decir, un conflicto entre dos partes instigado por una tercera parte que no participa directamente de las hostilidades.

El lanzamiento de la proxy war ocurrió en abril, cuando el presidente Joe Biden hizo un llamado al cambio de régimen en Moscú. A partir de allí el monto y la calidad de la ayuda militar a Ucrania por parte de EE.UU. y Europa se han incrementado notablemente.

Asimismo, se modificó el lenguaje de los principales líderes, que apuntaron menos a salvaguardar a los ucranianos que a debilitar -algunos usaron el término destruir- a los rusos.

Con el correr de los días, con un papel más visible de los militares en los países de Occidente y con una opinión pública cada día más indignada y belicosa, el objetivo se volvió derrotar a Putin. La guerra “por encargo” es una guerra contra Rusia.

Esta modalidad de guerra global que combina tres formas de combate y que surge de la acción y reacción de Rusia y Ucrania involucra un gran número de gobiernos que son activos protagonistas de la confrontación.

Esta guerra singular expresa, al momento, la ausencia de una voluntad de des-escalamiento de tensiones.

Por el contrario, refleja que con distintos instrumentos, movimientos y tácticas las principales contra-partes, Rusia y Occidente, se inclinan a favor de escalar las fricciones.

Los efectos de esta peculiar guerra son planetarios por su impacto sobre los precios internacionales de bienes primarios de diverso tipo (en especial, energía y alimentos), sobre el comercio y las finanzas internacionales, sobre el crecimiento de las economías después de dos años recesivos producto de la pandemia, sobre los clivajes ideológicos en la gran mayoría de países, entre otros. Las consecuencias, además, se extienden a distintos ámbitos y temas.

Es evidente ya -y lo será más en el futuro inmediato- la reorientación fiscal de una importante cantidad de países mediante el incremento de los gastos en defensa en desmedro de las inversiones anunciadas para la transición energética y ante el reto del cambio climático. Cabe aclarar que en 2021, y según el Stockholm International Peace Reaserch Institute, se produjo el récord histórico de gastos militares superando los 2 billones de dólares.

El espectro del recurso a las armas nucleares invocado por Moscú desde el inicio de la invasión sigue presente. En ese sentido, una de las lecciones que se pueden derivar de esta guerra global sea que probablemente resulte deseable para varios países proliferar en materia nuclear para así tener, al menos, una mínima capacidad disuasiva.

Es también notoria la potencial secuela de esta modalidad de guerra sobre el multilateralismo: la ONU puede resultar enormemente damnificada si la actual confrontación se extiende y profundiza. Su destino podría ser el de la Liga de las Naciones.

Para la humanidad el riesgo de una guerra global descontrolada, con errores de percepción y de cálculo elevados, y con el surgimiento de contingencias inesperadas y abismales, es real.

Lamentablemente hasta ahora son muy poco visibles y efectivas las voces que en los dos campos apunten a disminuir los riesgos y buscar alternativas razonables. Más que una nueva Guerra Fría se necesitan más cabezas frías para evitar una catástrofe mayor.

 

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