A principios de los años 90, el sociólogo estadounidense Jack Goldstone desarrolló un indicador de estrés político (ISP). Antes que listar un conjunto de variables, estableció un índice que, en una coyuntura determinada, puede explicar qué tan vulnerable es un país al estallido de una crisis de envergadura.

El ISP tiene tres componentes. Goldstone identificó primero la prolongada declinación de los estándares de vida de la ciudadanía. Destacó después la creciente disputa entre élites y subrayó por último el inquietante debilitamiento del Estado.

Más desigualdades de diverso tipo acompañadas de elites que procuran su auto-satisfacción en desmedro del bienestar colectivo y un Estado cada vez más frágil en sus capacidades y funciones constituyen un trípode crítico que anticipa la probabilidad de una grave crisis política.

A mi entender, la polarización en la Argentina agudiza peligrosamente el estrés político ya existente y podría tener consecuencias muy indeseables y costosas.

Si bien polarizar es un fenómeno global y no excepcional de la Argentina, cada país construye la polarización que deja prosperar. También es evidente que hay elementos objetivos que se reflejan en la polarización: las brechas económicas, culturales, étnicas y de género, por ejemplo, conducen a divisiones y distancias sociales.

Sin embargo, hay sociedades en las que los conflictos se tramitan y canalizan para reducir su impacto y superar gradualmente los antagonismos. Un dato de la Argentina contemporánea es que nos hemos ido acostumbrando a la inequidad socio-económica y sus efectos nocivos sobre la conflictividad política.

A su vez, existe una polarización inducida y subjetiva que es impulsada por determinados actores: un caso testigo ha sido el mandato de Donald Trump.

En nuestro país eso ha venido ocurriendo y ha sido un producto recíproco de los llamados populistas y republicanos: ninguno tiene la superioridad moral que justifique que polariza para el “bien común”. Esto conduce, afuera y adentro, a aumentar la desconfianza hacia la política y los políticos y a estigmatizar a ciertos grupos sociales y partidistas.

La mezcla de descrédito y estigmatización conlleva, más temprano que tarde, a la radicalización que a su turno, imposibilita la cooperación y puede facilitar acciones anti-democráticas.

La polarización configurada en la Argentina es inquietante y disfuncional. Evitar el abismo al que puede conducir un estrés político descontrolado es entonces fundamental. Para lograrlo se podría intentar una despolarización pragmática. ¿Cómo alcanzarla? Menciono algunas ideas.

Primero, es importante recuperar experiencias de convergencias y prácticas exitosas. Por ejemplo, con muchos avances, y alguna eventual contra-marcha, se ha logrado tener una política nuclear que se ha preservado y ha sido de enorme valor en materia tecnológica y productiva en el plano doméstico y un gran aporte en materia diplomática.

La Argentina, gracias al trabajo de la Comisión Nacional de Límite Exterior de la Plataforma Continental, ha demarcado su plataforma continental más allá de las 200 millas; lo cual fue aprobado en una ley sancionada por unanimidad en el marco de un esfuerzo que nació en el gobierno de Carlos Menem y se continuó en los gobiernos electos de Fernando de la Rúa, Néstor Kirchner, Cristina Fernández, Mauricio Macri y Alberto Fernández. Desde el retorno a la democracia con Raúl Alfonsín, el país ha mostrado una continuidad en la defensa de los derechos humanos en lo interno y su promoción en lo externo.

¿Es posible extraer lecciones de estos ejemplos de consenso para trasladar dichas experiencias a asuntos actuales claves y con una mirada de largo plazo?

Segundo, es tan alto el grado de fractura y desconfianza en la sociedad que resulta imprescindible identificar los pocos asuntos en lo que se puede llegar a arreglos puntuales y sostenibles. Quizás lo más conveniente sea comenzar por cuestiones que no exacerben la puja distributiva y que hoy no admiten el dogmatismo propio de visiones hiper-ideologizadas.

Resulta cada día más impostergable concebir una gran estrategia que integre diplomacia, defensa, inteligencia y ciencia y tecnología ante los monumentales retos que tiene el país y que se acrecentarán en la pospandemia.

Por ejemplo, la redistribución de poder entre Estados Unidos y China y la política hacia Brasil exigen un análisis pormenorizado y ponderado de actores estatales y no gubernamentales. ¿Qué es factible concertar? ¿Entre quiénes? ¿Cuán ancha puede ser la coalición ampliada que valide un mapa de ruta realista en medio del torbellino regional y global?

Tercero, es indispensable generar y relegitimar la deliberación institucionalizada de probables acuerdos en materia económica. Todo lo que se convenga entre cúpulas estrechas, entre actores corporativos con objetivos predatorios, en ámbitos cerrados que pretenden tener un efecto mediático pasajero y que apunte a preservar el statu quo está destinado al fracaso. La institucionalización de compromisos políticos y sociales que involucran un modelo productivo de largo plazo es fundamental pues otorga representatividad, consistencia y verosimilitud a lo acordado.

La Argentina atraviesa un momento muy delicado y la polarización solo empeora las condiciones. Despolarizar es arduo y complejo, exige paciencia y temple. Una despolarización pragmática aún es posible. En los ’70 en el país (y América Latina) el dilema giraba en torno a la alternativa liberación o dependencia; hoy la principal encrucijada es, a mi modo de ver, entre viabilidad o inviabilidad nacional.

Juan Gabriel Tokatlian es Vicerrector de la Universidad Torcuato Di Tella.

 

https://www.clarin.com/opinion/des-polarizacion-pragmatica_0_HVCEyzYHH.html