Cuando la generación de 1880 sintió la necesidad de recomendar la Argentina en Europa, entendió que debía ofrecer un país “blanco” o en proceso de blanquearse rápidamente, casi europeo en mentalidad y costumbres, para hacerlo más apetecible en el viejo continente a los que quisieran poblarlo o invertir en él.
Nada de indios, nada de negros. Pero hubo un problema inesperado que debieron superar y lo hicieron rápidamente: El padre de la Patria era San Martín, aunque antes había sido Bernardino González Rivadavia gracias a la influencia de Bartolomé Mitre. Sobre San Martín pesa alguna duda sobre sus verdaderos ascendientes, se sostiene que era hijo de una indígena, y don Bernardino no era de “raza pura”. Pero la “madre de la patria” era una negra, una “parda” como se decía entonces de acuerdo con la clasificación de castas para diferenciar a los negros de los mulatos, que se designaban como “morenos”.
La república modelo de Sudamérica, que tenía el nombre de la rutilante plata de Potosí, el metal blanco, no podía tener una madre negra. Había que esconderla y la escondieron sin remordimientos filiales.
Se borró entonces hasta ahora la memoria de María Remedios del Valle, nacida en Buenos Aires entre 1766 y 1767, capitana del ejército del Norte de Manuel Belgrano, participante de la resistencia en las invasiones inglesas, esposa de un muerto en guerra y madre un hijo propio y de otro adoptivo que sufrieron igual destino, al que ella misma escapó por casualidad.
Remedios era una argentina de origen africano, descendiente de esclavizados. Fue auxiliar en las invasiones inglesas y acompañó después de la revolución de 1810 como auxiliar y combatiente al ejército del Norte en toda la guerra de Independencia. Se ganó a fuerza de coraje y arrojo en la batalla, y de entrañable cariño por los enfermos, heridos y mutilados en combate, el título de “capitana” y de “madre de la patria” como empezaron a llamarla los soldados caídos y luego repitieron los generales.
Durante la segunda invasión inglesa al Río de la Plata, auxilió al Tercio de Andaluces, cuerpo de milicianos que defendieron la ciudad.
El 6 de julio de 1810 Remedios se incorporó a la marcha de la sexta compañía de artillería volante del regimiento de artillería al mando del capitán Bernardo Joaquín de Anzoátegui, acompañando a su marido y sus dos hijos, que murieron en la guerra.
Ella siguió sirviendo en el ejército como auxiliar durante el avance al Alto Perú, en la derrota de Huaqui y en la retirada que siguió.
El día anterior a la batalla de Tucumán se presentó ante Belgrano para pedirle le permitiera atender a los heridos en combate. Belgrano había superado su fama de señorito ganada con sus prendas escogidas adquiridas en Europa y su voz aflautada, gracias a su espíritu de sacrificio y su compenetración con las necesidades de la tropa. Tenía fama de severo y no admitía por disciplina mujeres que siguieran al ejército. No le dio permiso a Remedios pero lo mismo ella apareció en la retaguardia para asistir a los soldados que desde entonces comenzaron a llamarla “Madre de la Patria”. Finalmente, a pesar de sus prevenciones disciplinarias y religiosas, Belgrano la admitió y la nombró capitana del Ejército del Norte.
Vinieron luego las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma, donde Remedios, una de las “niñas de Ayohuma”, combatió con las armas en la mano. Fue herida de bala y hecha prisionera por los españoles.
Fue sometida, como escarmiento, a nueve días de azotes públicos que le dejaron cicatrices para el resto de su vida. Escapó y se incorporó a las fuerzas de Güemes y Juan Antonio Álvarez de Arenales, otra vez en la doble función de combatiente y enfermera.
Con cerca de 60 años, terminada la guerra, Remedios volvió a Buenos Aires solo para convertirse en una mendiga que trataba de sobrevivir vendiendo pasteles y recogiendo la sobra de la comida de los conventos.
Según Carlos Ibarguren vivía en un rancho en la zona de quintas en las afueras de Buenos Aires, desde donde cada día caminaba encorvada hasta los atrios de las iglesias de San Francisco, Santo Domingo y San Ignacio y la plaza de la Victoria para ofrecer pasteles y tortas fritas y también mendigar para sobrevivir.
Su historia personal era increíble para los que se acercaban a ella para ponerle una moneda en la mano o comprarle tortas fritas. Aquella “capitana”, como se llamaba a sí misma, que mostraba cicatrices de latigazos y seis balazos en el cuerpo era para ellos sin duda una loca, y así la trataban. Pero ella decía que eran recuerdos de las épocas en que “en verdad se peleaba por la patria”.
Se rebeló contra lo que parecía un destino cantado y en 1826 inició una gestión solicitando una pensión en compensación de sus servicios a la patria y por la pérdida de su esposo y sus hijos.
El expediente dirigido a las autoridades, escrito por un letrado, dice: “Doña María Remedios del Valle, capitana del Ejército, a V. S. debidamente expone: Que desde el primer grito de la Revolución tiene el honor de haber sostenido la justa causa de la Independencia, de una de aquellas maneras que suelen servir de admiración a la Historia de los Pueblos. Sí Señor Inspector, aunque aparezca envanecida presuntuosamente la que representa, ella no exagera a la Patria sus servicios, sino a que se refiere con su acostumbrado natural carácter lo que ha padecido por contribuir al logro de la independencia de su patrio suelo que felizmente disfruta. Si los primeros opresores del suelo americano aún miran con un terror respetuoso los nombres de Caupolicán y Galvarino, los disputadores de nuestros derechos por someternos al estrecho círculo de esclavitud en que nos sumergieron sus padres, quizá recordarán el nombre de la Capitana patriota María de los Remedios para admirar su firmeza de alma, su amor patrio y su obstinación en la salvación y libertad americana; aquellos al hacerlo aún se irritarán de mi constancia y me aplicarían nuevos suplicios, pero no inventarían el del olvido para hacerme expirar de hambre como lo ha hecho conmigo el Pueblo por quien tanto he padecido. Y ¿con quién lo hace?; con quien por alimentar a los jefes, oficiales y tropa que se hallaban prisioneros por los realistas, por conservarlos, aliviarlos y aún proporcionarles la fuga a muchos, fue sentenciada por los caudillos enemigos Pezuela, Ramírez y Tacón, a ser azotada públicamente por nueve días; con quien, por conducir correspondencia e influir a tomar las armas contra los opresores americanos, y batídose con ellos, ha estado siete veces en capilla; con quien por su arrojo, denuedo y resolución con las armas en la mano, y sin ellas, ha recibido seis heridas de bala, todas graves; con quien ha perdido en campaña, disputando la salvación de su Patria, su hijo propio, otro adoptivo y su esposo; con quien mientras fue útil logró verse enrolada en el Estado Mayor del Ejército Auxiliar del Perú como capitana, con sueldo, según se daba a los demás asistentes y demás consideraciones debida a su empleo. Ya no es útil y ha quedado abandonada sin subsistencia, sin salud, sin amparo y mendigando. La que representa ha hecho toda la campaña del Alto Perú; ella tiene un derecho a la gratitud argentina, y es ahora que lo reclama por su infelicidad”.
Pero el ministro de Guerra, general Francisco Fernández de la Cruz, rechazó el pedido recomendando dirigirse a la legislatura provincial ya que no estaba «en las facultades del Gobierno el conceder gracia alguna que importe erogación al erario.
En agosto de 1827, mientras Remedios mendigaba en la plaza de la Recova, el general Juan José Viamonte la vio y tuvo una sospecha: le preguntó el nombre y exclamó: “¡Usted es la Capitana, la que nos acompañó al Alto Perú, es una heroína!».
Viamonte, que era entonces diputado, presentó un proyecto para otorgarle una pensión que reconociera los servicios prestados a la patria. Comenzó un largo expedienteo que puso en claro aquello de que “son campanas de palo las razones de los pobres” y entonces como ahora se gasta todo en nada que importe y nada en todo lo que importa.
La petición fue rechazada, pero cuando en junio de 1828, Viamonte fue elegido vicepresidente primero de la legislatura decidió insistir. Le reclamaron documentos que avalaran el pedido, y contestó: “Yo no hubiera tomado la palabra porque me cuesta mucho trabajo hablar, si no hubiese visto que se echan de menos documentos y datos. Yo conocí a esta mujer en el Alto Perú y la reconozco ahora aquí, cuando vive pidiendo limosna. Esta mujer es realmente una benemérita. Ella ha seguido al Ejército de la Patria desde el año 1810. Es conocida desde el primer general hasta el último oficial en todo el Ejército. Es bien digna de ser atendida: presenta su cuerpo lleno de heridas de balas y lleno, además, de cicatrices de azotes recibidos de los españoles. No se la debe dejar pedir limosna. Después de haber dicho esto, creo que no habrá necesidad de más documentos”. “Yo conozco a esta infeliz mujer que está en un estado de mendiguez y esto es una vergüenza para nosotros. Ella es una heroína, y si no fuera por su condición, se habría hecho célebre en todo el mundo. Sirvió a la Nación pero también a la provincia de Buenos Aires, empuñando el fusil y atendiendo y asistiendo a los soldados enfermos”.
Tampoco entonces Viamonte tuvo suerte, y menos Remedios. Antes de tocar un centavo de los fondos públicos (para este fin, se entiende) los diputados sabían trabar burocráticamente todas las posibilidades. Encontraron que aunque fueran ciertos los méritos de Remedios, “la Junta representaba a la provincia de Buenos Aires, no a la Nación, por lo que no correspondía acceder a lo solicitado”
Hubo otros diputados que defendieron la causa de Remedios, como Tomás de Anchorena: “Esta es una mujer singular. Yo me hallaba de secretario del general Belgrano cuando esta mujer estaba en el ejército, y no había acción en la que ella pudiera tomar parte que no la tomase, y en unos términos que podía ponerse en competencia con el soldado más valiente; era la admiración del general, de los oficiales y de todos cuantos acompañaban al ejército. Ella en medio de ese valor tenía una virtud a toda prueba y presentaré un hecho que la manifiesta: el general Belgrano, creo que ha sido el general más riguroso, no permitió que siguiese ninguna mujer al ejército; y esta María Remedios del Valle era la única que tenía facultad para seguirlo. Ella era el paño de lágrimas, sin el menor interés de jefes y oficiales. Yo los he oído a todos a voz pública hacer elogios de esta mujer por esa oficiosidad y caridad con que cuidaba a los hombres en la desgracia y miseria en que quedaban después de una acción de guerra: sin piernas unos, y otros sin brazos, sin tener auxilios ni recursos para remediar sus dolencias. De esta clase era esta mujer. Si no me engaño el general Belgrano le dio el título de capitán del ejército. No tengo presente si fue en el Tucumán o en Salta, que después de esa sangrienta acción en que entre muertos y heridos quedaron 700 hombres sobre el campo, oí al mismo Belgrano ponderar la oficiosidad y el esmero de esta mujer en asistir a todos los heridos que ella podía socorrer.
Una mujer tan singular como ésta entre nosotros debe ser el objeto de la admiración de cada ciudadano, y adonde quiera que vaya debía ser recibida en brazos y auxiliada con preferencia a una general; porque véase cuánto se realza el mérito de esta mujer en su misma clase respecto a otra superior, porque precisamente esta misma calidad es la que más la recomienda.”
Finalmente le acordaron una pensión de 30 pesos por mes, más o menos lo que ganaba una costurera, mientras el sueldo del gobernador era de 660 pesos. Pero hay versiones que ponen en duda de que la haya cobrado alguna vez y por eso debió seguir mendigando.
Remedios terminó su vida con el apellido Rosas, en agradecimiento a Don Juan Manuel, que años después le fijó la pensión en 216 pesos.
Una noticia del 8 de noviembre de 1847, indicaba que “el mayor de caballería Doña Remedios Rosas falleció”. Le reconocían en cargo de Sargento Mayor que le acordó Rosas, tras el de “capitana” que se ganó en el campo de batalla.
Por aquellos tiempos era insólito que las mujeres pelearan en la guerra. Apenas si las pudientes donaban armas para el ejército. La Gazeta de Buenos Aires consigna algunas donaciones, como las de las “nobles y bellas” María Petrona Sánchez de Thompson (Mariquita Sánchez) o Carmen Quintanilla de Alvear, que pedían que sus nombres aparecieran grabados en los fusiles.
De pelear, nada. La misma Gazeta explica a sus lectores que ellas “no pueden desempeñar las funciones duras y ásperas de la guerra. No pueden desplegar su patriotismo con el esplendor que los héroes en el campo de batalla”.
Hubo excepciones, algunas pudieron: Juana Azurduy, que cuando era una novicia de 15 años en el Alto Perú escuchó de las monjas de su convento la pregunta de rigor de qué esperaba para su futuro. Respondió que nada más que montar a caballo lanza en mano y lancear españoles a todo galope. No sabemos cómo tomaron las monjas esta declaración de la niña, pero Juana dejó de ser novicia y efectivamente, más tarde lanceó maturrangos al galope.
O la “China María”, María Abiaré, indígena guaraní que participó del combate contra los portugueses en la primera defensa de Paysandú en 1811. Su cadáver, lanza en mano junto a su caballo, fue descubierto en el campo de batalla por un cura que buscaba heridos entre los muertos para darles la extremaunción. O María Remedios del Valle, heroína del éxodo jujeño, de Huaqui, de Salta, Tucumán, Vilcapugio y Ayohuma, que siguió peleando después de recibir latigazos nueve días seguidos y seis balazos y de haber perdido en la guerra a su marido y a sus dos hijos.
Ningún argentino debería olvidar que su patria tiene una madre negra, que sus ancestros negaron y escondieron por pobre, por mujer pero sobre todo por negra, hasta convertirla en una mendiga harapienta celosamente olvidada.
El pasado nos presenta su espectro, y si no se quiere dejarlo entrar por la puerta de adelante, entrará por la de atrás y asestará por la retaguardia un golpe doblemente doloroso a los que marchan despreocupados, confiados en un discurso blanqueado como sepulcro a fuerza de mentiras.
fuente: http://www.aimdigital.com.ar/?s=La+capitana+