El martes pasado cerraron las elecciones para elegir Presidente en los Estados Unidos (EE.UU.). El sistema político bipartidista concurrió con sus mejores candidatos para afrontar la crisis histórica desencadenada por la pandemia de COVID-19, que surca el planeta e impacta en particular en las potencias occidentales.
Concurrieron a someterse al veredicto de las urnas el candidato del Partido Republicano Donald Trump, de 74 años, en ejercicio del gobierno, golpeado severamente por el virus global tanto en el plano sanitario como en el socioeconómico, y el candidato del Partido Demócrata Joe Biden, de 77 años, ex vicepresidente de Barack Obama, cuya política de emisión monetaria masiva para darle liquidez al sistema financiero no favoreció la recuperación de la crisis del 2008, sino que prolongó la desaceleración de la actividad a lo largo de su gobierno.
A diferencia del pasado, ambos partidos presentan proyectos muy divergentes para enfrentar el complejo escenario global, lo que ha desembocado en una polarización cada vez más aguda de la sociedad desde la mencionada crisis de las “hipotecas subprime” acaecida en el 2008.
Antes de abordar estas visiones en conflicto es necesario repasar cómo se han expresado en las elecciones en curso.
El sistema electoral tradicionalmente se ha alejado de favorecer una participación popular masiva. En rigor de verdad, se inscribe más en la noción de “República Patricia” que tienen las elites estadounidenses del modo de gobierno de su país que de “Democracia plena”.
La descentralización estadual de las leyes electorales que rigen para la elección de las autoridades federales no sólo es inconsistente jurídicamente a los efectos del control de los comicios por parte de los candidatos nacionales frente a irregularidades distritales, sino que responde a antiguos criterios de segregación racial en los distintos estados, sobre todo del Sur del país. Tampoco es adecuada la confección de los padrones, porque rige la obligación de registro en el previo al ejercicio del derecho a voto. Padrones y conteos descentralizados, en una elección indirecta por el sistema de Colegio Electoral en donde en 48 de los 50 estados de la Unión el triunfo consagra la totalidad de los delegados al Colegio para el candidato vencedor sin importar la proporcionalidad de los sufragios.
Este sistema de comicios descentralizado de compleja fiscalización e indirecto en la consagración de las preferencias políticas de la sociedad, permite el voto anticipado presencial y por correo que se solapa en el medio de la campaña electoral. Los ciudadanos votan inmersos en los actos proselitistas, difusión de encuestas y operaciones de medios.
En estas elecciones adquirió masividad el voto por correo, estimándose que 84 millones de electores utilizaron esta vía en un total 145 millones de sufragios emitidos, un 58%. La validación de la firma del sufragista y el posterior recuento pueden demorar la emisión de un resultado válido varios días. Un senador demócrata, Bernie Sanders, anticipó el cuadro de situación presente para la confirmación del veredicto de las urnas al describir que, en estados duramente disputados, el voto presencial de los republicanos sería revertido días después por el voto por correo de los demócratas, sin aclarar los motivos por los que los adherentes a un partido concurren a los centros de votación y los de otro al correo.
Es claro que una elección reñida y polarizada realizada con el sistema electoral descripto, sólo puede provocar demoras en la consagración del ganador y acusaciones de fraude del perdedor. Sin embargo, este evento de la democracia revela que las elites, y no sólo la estadounidense, consideran que el momento actual es suficientemente complejo para dejar librada la administración estatal al voto del pueblo.
Dos candidatos, dos modelos de país
Así las cosas, los candidatos sub-80 expresan proyectos de Nación profundamente divergentes como no ocurría en los EEUU desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Los demócratas -en particular Biden, depositario del ideario Clinton-Obama- evalúan que el retroceso norteamericano deviene de la ruptura de los acuerdos configurados en el presente siglo que consagraban a EE.UU. como el centro de consumo, núcleo de ciencia y tecnología y administrador de las finanzas mundiales, sostenido por la aceptación del dólar como moneda global y respaldado por una hegemonía militar absoluta. China sería el principal productor de bienes, beneficiándose de las compras estadounidenses y expandiendo ese beneficio con su mayor consumo secundario al resto del planeta. Este esquema, conocido como el de los desbalances globales, que viabilizó la expansión suramericana en la primer década y media del siglo, colisionó con la evolución de China hacia convertirse en potencia científico-tecnológica y colocar a su moneda, el yuan, en el plano de reserva internacional.
Los gobiernos demócratas, surcados por la crisis del 2008, respondieron con la fuerza militar, la activación del capital financiero como condicionante del flujo de bienes y servicios y el empoderamiento de las empresas de alta tecnología (GAFAM) nacionales. Biden (casi seguro ganador a la hora de escribir esta nota) intentará recrear el sendero de EE.UU. como potencia global para forzar a China a un acuerdo que desarme el recorrido y las alianzas del presente.
Donald Trump inició su gobierno asumiendo el desafío de desarrollo chino y las debilidades propias de una potencia en retroceso. Abundaron las cláusulas proteccionistas contra los productos chinos y de otras procedencias. Restringió la presencia armada en el mundo aceptando la máxima de todo imperio en declive que impone que cuando el costo militar es mayor que el área de influencia a sostener, hay que retirarse. Apoyado en la mejora de la producción energética, intentó recrear la producción industrial tradicional, ensayando la reversión de un país que desde la administración de Clinton se había dirigido a ser posindustrial. Los republicanos renovaron con Trump el proyecto del EE.UU. continental, autoabastecido por su abundancia de recursos naturales, humanos y el conocimiento científico-tecnológico acumulado.
La pandemia sinceró la crisis estadounidense y exteriorizó el conflicto creciente entre ambos proyectos para abordar el contexto actual. El ejemplo más elocuente lo brinda la Reserva Federal emitiendo u$s 3 billones para sostener la cotización de las acciones de las empresas, en particular las tecnológicas, mientras casi 40 millones de trabajadores solicitaron el seguro de desempleo poniendo de manifiesto la precariedad del mercado laboral de ese país. Sostenimiento de las cotizaciones bursátiles y derrumbe del empleo, divorcio mayor entre los activos financieros y la economía real no puede evidenciarse.
Las elecciones en EE.UU. sin duda tienen alcance planetario. Hay que impedir el impacto provocado por la voluntad de extender sus conflictos al resto del globo. Sobre todo, esta semana que se cumplieron quince años del rechazo a la Iniciativas para las Américas (ALCA) en Mar del Plata.
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